Y ahí estaba yo, en el punto más alto de la
colina, observando la ciudad.
Aquella ciudad fantasmagórica y apabullante que
me despierta y me despide
cada día, que me hace deambular por cada una de sus
enormes avenidas sin un
rumbo predeterminado. Aquí, en este ínfimo rincón, me
sentía bien.
Mi pequeño escondite… el anónimo lugar donde acudía cada noche,
antes de dormir,
acompañado únicamente por mis viejos y pretéritos recuerdos.
Me sentía aislado
de la multitud, desnudo de cualquier compromiso,
desprendiéndome del estridente
y ensordecedor tráfico y de la muchedumbre por
tan sólo unos instantes.
Unos breves, efímeros y mágicos instantes.
Aquí, en este lugar, aprendí a amar todo aquello,
a los pequeños y más
insignificantes detalles. Aquí, me sentía bien. Aquí, a
cientos de metros de altura.
Tenía un burdo escenario enfrente de mí, y un
mundo entero bajo mis pies.
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