Manhattan, Nueva York. |
Primero el mundo, después el resto.
O viceversa.
Cuántas veces nos perdemos lo de alrededor por tal de no desconectar de la puta pantallita de teléfono. Que nos hemos acostumbrado a que los dedos tecleen antes que rocen; a mostrar a dos mil personas desconocidas que nuestras vidas son apasionantes, aunque todo sea mentira; a que nos importen más los números de seguidores que las caras que se esconden detrás; a pavonear y a presumir antes que a sentir y respirar. Que qué más da que la vida nos lleve la delantera mientras las notificaciones nos llenen los bolsillos.
Quizás fue primero el resto, y luego el mundo.
O viceversa.